Blog Católico de Javier Olivares-Baiona
Día 22 XXV Domingo del Tiempo Ordinario
Ilusión por la santidad
Evangelio: Lc 16, 1-13 Decía también a los
discípulos:
—Había un hombre rico que tenía un
administrador, al que acusaron ante el amo de malversar la hacienda. Le llamó y
le dijo: «¿Qué es esto que oigo de ti? Dame cuentas de tu administración,
porque ya no podrás seguir administrando». Y dijo para sí el administrador:
«¿Qué voy a hacer, ya que mi señor me quita la administración? Cavar no puedo;
mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que haré para que me reciban en sus casas
cuando me despidan de la administración». Y, convocando uno a uno a los
deudores de su amo, le dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi señor?» Él
respondió: «Cien medidas de aceite». Y le dijo: «Toma tu recibo; aprisa,
siéntate y escribe cincuenta». Después le dijo a otro: «¿Y tú cuánto debes?» Él
respondió: «Cien cargas de trigo». Y le dijo: «Toma tu recibo y escribe
ochenta». El amo alabó al administrador infiel por haber actuado sagazmente;
porque los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la
luz.
»Y yo os digo: haceos amigos con las
riquezas injustas, para que, cuando falten, os reciban en las moradas eternas.
»Quien es fiel en lo poco también es
fiel en lo mucho; y quien es injusto en lo poco también es injusto en lo mucho.
Por tanto, si no fuisteis fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la
verdadera? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo vuestro?
»Ningún criado puede servir a dos
señores, porque o tendrá aversión a uno y amor al otro, o prestará su adhesión
al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas.
Nos podría sorprender, en una primera apreciación, el
fragmento evangélico que hoy consideramos. Ese hombre, mal trabajador, que no
es honrado con el dinero que administra, recibe, sin embargo, por su hábil
estratagema –especialmente injusta, por otra parte– la alabanza de su señor. El
hombre rico, el señor, como siempre representa a Dios. Y, en este caso, declara
admirable la actitud final de su criado, aunque hubiera sido asimismo digno de
condena, por su injusticia y falta de lealtad. Existe, pues, algo en el
comportamiento del administrador infiel que debemos los cristianos aprender.
Naturalmente, en ningún momento dice Jesús que la conducta del
administrador deba tomarse, en su conjunto, como ejemplo. Más aún, aprueba la
actitud del hombre rico, que despide al administrador por su mala gestión que,
de hecho, en absoluto se revela o protesta por la decisión de su amo. La vida
del empleado es, pues, una vida delictuosa, aunque, bien es cierto, con algún
rasgo decididamente admirable.
La vida
de los hombres nunca es, como es sabido, del todo buena o mala. Pero no es
infrecuente, sin embargo, encontrar personas a las que nada les parece que
deben mejorar. A efectos prácticos, su comportamiento cotidiano concreto y su
vida en general estarían ya suficientemente bien. No necesitan, por
consiguiente, complicarse con hipotéticas posibilidades de rectificar para
bién. Para otro tipo de personas, por el contrario, las cosas son bien
diferentes. Tienen una impresión tan negativa de sí mismos, que se consideran
incapaces de lo bueno: en toda su conducta les parece observar aspectos
negativos; lo que, tal vez, les induce a desistir de mejorar, pues, en
cualquier caso, siempre arrastrarán de un modo u otro defectos.
La
realidad franca y desapasionada de cada uno nos manifiesta, más bien, que el
comportamiento diario es consecuencia de una serie de virtudes y defectos. Esos
hábitos de la conducta, que a todos nos afectan, acaban teniendo en ocasiones
manifestaciones prácticas muy patentes. Así sucede, por ejemplo, con el
administrador de la parábola. De tal modo parece que procedía dolosamente en su
trabajo, que hasta llegó a oídos de su señor. Tal vez su avaricia, su
comodidad, su egoísmo, o cualquier otro de sus defectos, resultaban ya patentes
a los ojos de los demás. Pero no era, sin embargo, todo negativo en aquel
hombre. Su sagacidad y astucia, su hábil inteligencia... –pero puesta al
servicio del bien–, podrían ser buenas armas para trabajar por su señor; una
vez corregidos, naturalmente, los vicios que hacían intolerable por más tiempo
su permanencia al frente de la administración.
Siendo
sinceros con nosotros mismos, contemplándonos con la franqueza de sabernos
conocidos a la perfección por Dios, Señor y Padre nuestro, advertimos en nosotros
conductas en parte buenas y malas. En el origen de cada acción nuestra –que es
en la práctica un acto de amor o de desamor con Dios– existe un rasgo de
nuestro carácter que condiciona ese comportamiento y que convendrá alentar o,
por el contrario, corregir. Es preciso, por tanto, poner interés en ello, pues
está en juego nuestro amor a Dios.
Al hilo
de esta parábola que hoy nos ofrece la Iglesia , fijémonos en si nos esmeramos, como el
administrador infiel, en emplear nuestros mejores recursos de tesón, de
amistades, de inteligencia..., de ingenio humano en una palabra, pero al
servicio de nuestra santidad y de la extensión del Reino de los Cielos. Pues,
parece Jesús manifestar, para vergüenza no pocas veces de los que desean serle
fieles, que los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de
la luz. Nos vendrá muy bien, en efecto, sentirnos avergonzados, y reconocer que
bastantes se mueven –y mucho– buscando lo suyo, egoístamente incluso, sin un
ideal sobrenatural, pero con gran eficacia. Diríamos que hacen muy bien el mal;
que de hecho se desviven por ideales en el fondo pequeños y ridículos, vistas
las cosas, como debe ser, con ojos sobrenaturales, con los ojos de la fe. Los
hijos de Dios, en cambio, parecemos estáticos frente a ellos: como si no
estuviéramos bastante convencidos de lo que ganamos sirviendo a Dios. Como si
no amáramos a Dios lo bastante; como si no nos valiera la pena.
Santa
María, nuestra Madre, nos abrirá como a niños los ojos de la ilusión, para ver
más y más claro cada día el brillo inigualable del ideal de Jesucristo.
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