Blog Católico de Javier Olivares-Baiona
Contemplar el
Evangelio de hoy
Evangelio de hoy
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Día litúrgico:
Sábado IV de Cuaresma
Texto del
Evangelio (Jn 7,40-53): En aquel tiempo, muchos entre la gente, que habían
escuchado a Jesús, decían: «Éste es verdaderamente el profeta». Otros decían:
«Éste es el Cristo». Pero otros replicaban: «¿Acaso va a venir de Galilea el
Cristo? ¿No dice la Escritura que el Cristo vendrá de la descendencia de David
y de Belén, el pueblo de donde era David?».
Se
originó, pues, una disensión entre la gente por causa de Él. Algunos de ellos
querían detenerle, pero nadie le echó mano. Los guardias volvieron donde los
sumos sacerdotes y los fariseos. Estos les dijeron: «¿Por qué no le habéis
traído?». Respondieron los guardias: «Jamás un hombre ha hablado como habla ese
hombre». Los fariseos les respondieron: «¿Vosotros también os habéis dejado
embaucar? ¿Acaso ha creído en Él algún magistrado o algún fariseo? Pero esa
gente que no conoce la Ley son unos malditos».
Les dice
Nicodemo, que era uno de ellos, el que había ido anteriormente donde Jesús:
«¿Acaso nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que
hace?». Ellos le respondieron: «¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que
de Galilea no sale ningún profeta». Y se volvieron cada uno a su casa.
«Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre»
Abbé Fernand ARÉVALO
(Bruxelles, Bélgica)
Hoy el Evangelio nos presenta las diferentes reacciones que
producían las palabras de nuestro Señor. No nos ofrece este texto de Juan
ninguna palabra del Maestro, pero sí las consecuencias de lo que Él decía. Unos
pensaban que era un profeta; otros decían «Éste es el Cristo» (Jn 7,41).
Verdaderamente, Jesucristo es ese “signo de contradicción” que
Simeón había anunciado a María (cf. Lc 2,34). Jesús no dejaba indiferentes a
quienes le escuchaban, hasta el punto de que en esta ocasión y en muchas otras
«se originó, pues, una disensión entre la gente por causa de Él» (Jn 7,43). La
respuesta de los guardias, que pretendían detener al Señor, centra la cuestión
y nos muestra la fuerza de las palabras de Cristo: «Jamás un hombre ha hablado
como habla ese hombre» (Jn 7,46). Es como decir: sus palabras son diferentes;
no son palabras huecas, llenas de soberbia y falsedad. El es “la Verdad” y su
modo de decir refleja este hecho.
Y si esto sucedía con relación a sus oyentes, con mayor razón
sus obras provocaban muchas veces el asombro, la admiración; y, también, la
crítica, la murmuración, el odio... Jesucristo hablaba el “lenguaje de la
caridad”: sus obras y sus palabras manifestaban el profundo amor que sentía
hacía todos los hombres, especialmente hacia los más necesitados.
Hoy como entonces, los cristianos somos —hemos de ser— “signo de
contradicción”, porque hablamos y actuamos no como los demás. Nosotros,
imitando y siguiendo a Jesucristo, hemos de emplear igualmente “el lenguaje de
la caridad y del cariño”, lenguaje necesario que, en definitiva, todos son
capaces de comprender. Como escribió el Santo Padre Benedicto XVI en su
encíclica Deus caritas est, «el amor —caritas— siempre será necesario, incluso
en la sociedad más justa (...). Quien intenta desentenderse del amor se dispone
a desentenderse del hombre en cuanto hombre».
«Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre»
Rev. D. Antoni
CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy notamos cómo se “complica” el ambiente alrededor del Señor,
pocos días antes de la Pasión ocurrida en Jerusalén. Por causa de Él se genera
como una suerte de discusión y controversia. No podía ser de otro modo:
«¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino división»
(Lc 12,51).
Y no es que el Redentor desee la controversia y la división,
sino que ante Dios no valen las “medias tintas”: «Quien no está conmigo, está
contra mí; y quien no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11,23). ¡Es inevitable!
Ante Él no hay ninguna postura neutra: o existe, o no existe; es mi Señor, o no
es mi Señor. No es posible servir a dos señores a la vez (cf. Mt 6,24).
Juan Pablo II consideraba que ante Dios hay que optar. La fe
sencilla que nuestro buen Dios nos pide implica una opción. Hay que optar
porque Él no se nos quiere imponer; vino a la Tierra de manera discreta; murió
empequeñecido, sin hacer alarde de su condición divina (Flp 2,6). Es lo que
expresa maravillosamente santo Tomás de Aquino en el Adoro Te devote: «En la
cruz se escondía sólo la divinidad, aquí [en la Eucaristía] se esconde también
la humanidad».
¡Hay que optar! Dios no se impone; se ofrece. Y queda para
nosotros la decisión de optar a favor de Él o de no hacerlo. Es una cuestión
personal que cada uno —con la ayuda del Espíritu Santo— ha de resolver. De nada
sirven los milagros, si las disposiciones del hombre no son de humildad y de
sencillez. Ante los mismos hechos, vemos a los judíos divididos. Y es que en
cuestiones de amor no se puede dar una respuesta tibia, a medias: la vocación
cristiana comporta una respuesta radical, tan radical como fue el testimonio de
entrega y obediencia de Cristo en la Cruz.
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