Blog Católico de Javier Olivares-Baiona
Contemplar
el Evangelio de hoy
Evangelio
de hoy
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Día
litúrgico: Sábado III de Cuaresma
Texto
del Evangelio (Lc 18,9-14): En aquel tiempo, Jesús dijo también a algunos que se tenían por
justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al
templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su
interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás
hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno
dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el
publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al
cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de
mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no.
Porque todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille será
ensalzado».
«Os
digo que éste bajó a su casa justificado»
Fr.
Gavan JENNINGS
(Dublín,
Irlanda)
Hoy,
Cristo se nos presenta con dos hombres que, ante un observador
"casual", podrían aparecer casi como idénticos, ya que ellos se
encuentran en el mismo lugar realizando la misma actividad: ambos «subieron al
templo a orar» (Lc 18,10). Pero más allá de las apariencias, en lo más profundo
de sus conciencias personales, los dos hombres difieren radicalmente: uno, el
fariseo, tiene la conciencia tranquila, mientras que el otro, el publicano
—cobrador de impuestos— se encuentra inquieto por los sentimientos de culpa.
Hoy
día tendemos a considerar los sentimientos de culpa —el remordimiento— como
algo cercano a una aberración psicológica. Sin embargo, el sentimiento de culpa
le permite al publicano salir reconfortado del Templo, puesto que «éste bajó a
su casa justificado y aquél no» (Lc 18,14). «El sentimiento de culpa», escribió
Benedicto XVI cuando él todavía era Cardenal Ratzinger ("Conciencia y verdad"),
«remueve la falsa tranquilidad de conciencia y puede ser llamado "protesta
de la conciencia" contra mi existencia auto-satisfecha. Es tan necesario
para el hombre como el dolor físico, que significa una alteración corporal del
funcionamiento normal».
Jesús
no nos induce a pensar que el fariseo no esté diciendo la verdad cuando él
afirma que no es rapaz, injusto, ni adúltero y que ayuna y entrega dinero al
Templo (cf. Lc 18,11); ni tampoco que el recaudador de impuestos esté delirando
al considerarse a sí mismo como un pecador. Ésta no es la cuestión. Más bien
ocurre que «el fariseo no sabe que él también tiene culpa. Él tiene una
conciencia completamente clara. Pero el "silencio de la conciencia"
lo hace impenetrable ante Dios y ante los hombres, mientras que el "grito
de conciencia" que inquieta al publicano lo hace capaz de la verdad y del
amor. ¡Jesús puede remover a los pecadores!» (Benedicto XVI).
«Todo
el que se ensalce será humillado;
y el que se humille será ensalzado»
Rev. D. David COMPTE i Verdaguer
(Manlleu,
Barcelona, España)
Hoy,
inmersos en la cultura de la imagen, el Evangelio que se nos propone tiene una
profunda carga de contenido. Pero vayamos por partes.
En
el pasaje que contemplamos vemos que en la persona hay un nudo con tres
cuerdas, de tal manera que es imposible deshacerlo si uno no tiene presentes
las tres cuerdas mencionadas. La primera nos relaciona con Dios; la segunda,
con los otros; y la tercera, con nosotros mismos. Fijémonos en ello: aquéllos a
quien se dirige Jesús «se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc
18,9) y, de esta manera, rezaban mal. ¡Las tres cuerdas están siempre
relacionadas!
¿Cómo
fundamentar bien estas relaciones? ¿Cuál es el secreto para deshacer el nudo?
Nos lo dice la conclusión de esa incisiva parábola: la humildad. Así mismo lo
expresó santa Teresa de Ávila: «La humildad es la verdad».
Es
cierto: la humildad nos permite reconocer la verdad sobre nosotros mismos. Ni
hincharnos de vanagloria, ni menospreciarnos. La humildad nos hace reconocer
como tales los dones recibidos, y nos permite presentar ante Dios el trabajo de
la jornada. La humildad reconoce también los dones del otro. Es más, se alegra
de ellos.
Finalmente,
la humildad es también la base de la relación con Dios. Pensemos que, en la
parábola de Jesús, el fariseo lleva una vida irreprochable, con las prácticas
religiosas semanales e, incluso, ¡ejerce la limosna! Pero no es humilde y esto
carcome todos sus actos.
Tenemos
cerca la Semana Santa. Pronto contemplaremos —¡una vez más!— a Cristo en la
Cruz: «El Señor crucificado es un testimonio insuperable de amor paciente y de
humilde mansedumbre» (Juan Pablo II). Allí veremos cómo, ante la súplica de
Dimas —«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42)— el Señor
responde con una “canonización fulminante”, sin precedentes: «En verdad te
digo, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Este personaje era
un asesino que queda, finalmente, canonizado por el propio Cristo antes de
morir.
Es
un caso inédito y, para nosotros, un consuelo...: la santidad no la
“fabricamos” nosotros, sino que la otorga Dios, si Él encuentra en nosotros un
corazón humilde y converso.
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