miércoles, 16 de enero de 2013

¿Vale la pena casarse?

BLOG CATÓLICO DE JAVIER OLIVARES-BAIONA nº 3

¿Vale la pena casarse?
Tomás Melendo
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director de los Estudios Universitarios en
Ciencias para la FamiliaUniversidad de Málaga
Casarse, ¿Para qué?
      Bastantes jóvenes aseguran hoy que no ven razón alguna para contraer matrimonio. Se quieren, y en ello encuentran una justificación sobrada para vivir juntos. Estimo que están equivocados, pero los comprendo perfectamente.
    Y es que las leyes y los usos sociales han arrebatado al matrimonio todo su sentido:
    a) por una parte, la admisión del divorcio elimina la confianza de que se luchará por mantener el vínculo;
    b) por otra, la aceptación social de “devaneos” extramatrimoniales, considerados casi como una “necesidad“, por no decir un “derecho“… o un “deber”, suprime la exigencia de fidelidad;
  c) y, finalmente, la difusión masiva e indiscriminada de contraceptivos, unida a la afirmación de su total inocuidad —espiritual, psíquica y física—, desprovee de relevancia y valor a los hijos.
   ¿Qué queda, entonces, de la grandeza de la unión conyugal?, ¿qué de la arriesgada aventura que siempre ha sido?, ¿con qué objeto “pasar por la iglesia o por el juzgado“?
  Vistas así las cosas, a quienes sostienen la absoluta primacía del amor habría que comenzar por darles la razón, para después hacerles ver algo de capital importancia, que otras veces ya he apuntado: es imposible quererse bien, en serio, sin estar casados.      
Hacerse capaz de amar
        Aunque pueda suscitar cierto estupor, lo que acabo de sostener es bastante cierto. En todos los ámbitos de la vida humana hay que aprender y capacitarse. ¿Por qué no en el del amor, que es a la par la más gratificante, decisiva y difícil de nuestras actividades? Jacinto Benavente afirmaba que «el amor tiene que ir a la escuela». Y es verdad. Para poder querer de veras hay que ejercitarse, igual que, por ejemplo, hay que templar los músculos para ser un buen atleta.
   Pues bien, la boda capacita para amar de una manera real y efectiva.
 Nuestra cultura no acaba de entender el matrimonio: lo contempla como una simple ceremonia (mejor cuanto más lujosa o extravagante), un contrato rescindible, un compromiso…Algo que, sin ser falso, resulta demasiado pobre.
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Casarse o “convivir“
        No se trata de teorías. Cuanto acabo de exponer tiene claras manifestaciones en el ámbito psíquico.
        El ser humano solo es feliz cuando se empeña en algo grande, que efectivamente compense el esfuerzo. Y lo más impresionante que un varón o una mujer pueden hacer en la tierra es aprender a amar.
        Vale la pena dedicar toda la vida a amar cada vez mejor y más intensamente, porque solo para eso hemos venido a este mundo.
     De ahí que, en realidad, sea lo único que merece nuestra dedicación: todo lo demás, todo, debería ser tan solo un medio para conseguirlo. «Al atardecer de nuestra existencia —repetía san Juan de la Cruz— se nos examinará del amor». ¡Y de nada más!, añado yo: todo lo que, en mi vida, no transforme en amor, resulta inútil, vano o incluso perjudicial.
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 ¿Amor o “papeles”?
        Todo lo cual parece avalar la afirmación de que “lo importante” es quererse. ¡Y es que es verdad!
        El amor es efectivamente lo importante. No hay que tener miedo a esta idea. Pero ya he explicado que no puede haber amor cabal sin donación mutua y exclusiva, sin casarse.
        Los papeles, el reconocimiento social, no son de ningún modo lo importante; pero, en cuanto confirmación externa de la mutua entrega, resultan imprescindibles.
        ¿Por qué?
        Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio tiene repercusiones civiles claras, que aumentan todavía más con la llegada de los hijos: la familia compone —o debería componer— la clave del ordenamiento jurídico y el fundamento de la salud de una sociedad; es indispensable, por tanto, que quede constancia de que otra persona y yo hemos decidido cambiar de estado y crear una nueva familia.
        Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio, la ceremonia religiosa y civil...la fiesta con familiares y amigos, las participaciones del acontecimiento, anuncios en los medios —¡superguay, si puede ser en la tele!—… todo deriva de la enorme relevancia que lo que están llevando a cabo tiene para los cónyuges. Si eso va a cambiar radicalmente mi vida, a hacerla mejor, si me va a permitir algo que es una auténtica y maravillosa aventura, me gustará que todos o, al menos, los auténticos amigos lo sepan: igual que pregono con bombo y platillo las restantes buenas noticias.(En España el matrimonio por la Iglesia tiene reconocimiento civil, como también otras confesiones que lo pidieron, para que los fieles no tengan que hacer dos matrimonios, La Iglesia lo comunica al Registro
 y allí reciben el libro de familia) 
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Observar y reflexionar 
 Ciertamente, esa decisión radical de entrega no basta para dar un paso de tanta trascendencia. Hay que considerar también algunos rasgos del futuro cónyuge
   ¿Cuáles?
En primer término, por pura honradez, he de advertir que la viabilidad de un matrimonio nunca puede conocerse teniendo relaciones íntimas antes o en vez de la boda: como enseguida veremos, por más que choque contra la costumbre y las pretensiones generales, la situación que así se crea es tan artificial, tan abismalmente distinta de lo que sostendrá un matrimonio, que no existe modo peor de calibrar, si debo o no casarme con aquella persona.
        Los rasgos que debería tener en cuenta son siempre otros: Por ejemplo, si “me veo“ viviendo durante el resto de mis días con aquella persona, incluso cuando esté sin arreglar, ronque o le crezcan los michelines; también, y antes, cómo actúa en su trabajo y con sus colegas, como trata a su familia, a sus amigos; si sabe controlar sus impulsos, incluidos los sexuales: porque, de lo contrario, nadie me asegura que será capaz de hacerlo cuando estemos casados y se encapriche con otro u otra; si me gustaría que mis hijos se parecieran a ella o a él (¡qué horror!)… porque de hecho, lo quiera o no, se le van a parecer; si sabe estar más pendiente de mi bien (y de su bien real, por más que le cueste) que de sus simples y casi inacabables antojos, Por el contrario; si en su casa, con sus amigos,con sus compañeros de trabajo… se porta como un o una egoísta o como un o una déspota, si no tiene en cuenta los deseos y el bien real de quienes lo rodean, ¿quién puede asegurarme de que no va a acabar así… también en la cama?
Relaciones anti-matrimoniales

Relaciones anti-matrimoniales
        Y aquí suele plantearse una de las cuestiones más decisivas y sobre las que impera mayor confusión. La necesidad de conocerse, de saber si uno y otra congenian, ¿no aconseja vivir juntos un tiempo, 
con todo lo que esto implica? Se trata de un asunto muy estudiado y sobre el que cada vez se va arrojando una luz más clara.
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        Un buen resumen del status quaestionis sería el que sigue: está estadísticamente comprobado que la convivencia previa al matrimonio nunca produce efectos beneficiosos: ¡nunca!
        Por ejemplo:
a) los divorcios son mucho más frecuentes —parece que el doble— entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio;
b) las actitudes de los jóvenes que empiezan a tener trato íntimo empeoran notablemente, y a ojos vista, desde ese mismo momento: se tornan más posesivos, más celosos y controladores, más desconfiados y gruñones… incluso más feos.

Pero, ¿por qué?
  La causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. 
El cuerpo humano es, en el sentido más hondo de la palabra, personal; y quizá muy especialmente sus dimensiones sexuales. 
En consecuencia, la sexualidad sabe hablar un único idioma: el de la entrega plena y definitiva.
  Pero, en las circunstancias que estamos considerando, esa total disponibilidad resulta contradicha por el corazón y la cabeza, que, con mayor o menor conciencia, la rechazan,al evitar un compromiso de por vida.
  Surge así una ruptura interior en cada uno de los novios, manifestada psíquicamente por un obsesivo y angustioso afán de seguridad, cortejado de recelos, temores, rencores y suspicacias, que acaban por envenenar la vida en común.
 Por otro lado, como consecuencia de lo anterior, uno y otra empiezan a sentirse mal…y buscan de nuevo “estar juntos” como medio para evitarlo; el malestar se calma momentáneamente, mientras duran las relaciones, para luego crecer con más fuerza, “estar otra vez más juntos“, aumentar la desazón persistente, en una especie de espiral fatídica que culmina casi siempre con la separación… y peor si no es definitiva!  De ahí que, en contra del uso habitual, a este tipo de relaciones prefiera llamarlas “anti o contramatrimoniales“.

Para conocerse de veras
Por otro lado, resulta ingenua la pretensión de decidir la viabilidad de un matrimonio por la “capacidad sexual“ de sus componentes: ¡como si toda una vida en común dependiera o pudiera sustentarse en unos actos que, en condiciones normales, suman unos pocos minutos a la semana!

¿Probar a las personas?
Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado “probar” a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o de ordenadores. Las personas son algo tan grandioso que, en su presencia, solo cabe la veneración y el amor; por ellas arriesga uno la vida, «se juega a cara o cruz—como decía Marañón—, el porvenir del propio corazón» la vida entera.
Además, la desconfianza que implica el ponerlas a prueba no solo genera un permanente estado de tensión, difícil de soportar, sino que se opone frontalmente al amor incondicional-incondicionado e incondicionable-que está en la base de cualquier buen matrimonio: y si no hay base o punto de apoyo, el matrimonio… se cae.
A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más determinante: no se puede realizar ese “experimento”, es materialmente imposible, aunque parezca lo contrario: porque la boda cambia muy profundamente a los novios; no solo desde el punto de vista psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica hondamente, los transforma en esposos, les permite amar de veras: ¡antes no es posible ese amor!
Pero este es un tema de tanta trascendencia que prometo volver muy pronto sobre él.
Te recomiendo todo el artículo, aunque sea largo para tener ideas claras.
enlace:
Y al final me darás las gracias.
Franja.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este artículo tenían que leerlo muchos jóvenes que están jugando al matrimonio, pensando que no tienen importancia ante la sociedad ni ante la Iglesia-si están bautizados- las consecuencias de vivir juntos sin ataduras ni gaitas de consentimiedntos.
Se olvidan del paln de Dios y de la trascendencia o transdcendencia de sus actos. Quieren que la sociedad respete sus derechos hasta el extremo de que ellos puedan cuestionar y no aceptar las imposiciones de todo derecho natural ni de ninguna clase, salido de la sociedad. Ellos son legisladores de si mismos y con el derecho a que la sociedad acepte su derecho contra todo derecho positivo. Desde luego que no tiene pies ni cabeza una sociedad sin derecho matrimonial que tutele la precariedad de los hijos de estos "ni-nis" que están al pairo de cualquier capricho de sus padres sin ataduras de niunguna clase que projeja a sus hijos.
¿Hacia donde caminamos? Amigo asustado.

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