Blog Católico de Javier Olivares-Baiona
Contemplar
el Evangelio de hoy
Evangelio
de hoy
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Día
litúrgico: Jueves VIII del tiempo ordinario
Texto
del Evangelio (Mc 10,46-52): En aquel tiempo, cuando Jesús salía de Jericó,
acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo
(Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de
que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten
compasión de mí!». Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba
mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!».
Jesús
se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate!
Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús,
dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le dijo:
«Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Y al
instante, recobró la vista y le seguía por el camino.
Por el
P. Ramón LOYOLA Paternina LC
(Barcelona, España)
«¡Hijo
de David, Jesús, ten compasión de mí!»
Hoy,
Cristo nos sale al encuentro. Todos somos Bartimeo: ese invidente a cuya vera
pasó Jesús y saltó gritando hasta que éste le hiciese caso. Quizás tengamos un
nombre un poco más agraciado... pero nuestra humana flaqueza (moral) es
semejante a la ceguera que sufría nuestro protagonista. Tampoco nosotros
logramos ver que Cristo vive en nuestros hermanos y, así, los tratamos como los
tratamos. Quizás no alcanzamos a ver en las injusticias sociales, en las
estructuras de pecado, una llamada hiriente a nuestros ojos para un compromiso
social. Tal vez no vislumbramos que «hay más alegría en dar que en recibir»,
que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Vemos borroso lo que es nítido: que los espejismos del mundo conducen a la
frustración, y que las paradojas del Evangelio, tras la dificultad, producen
fruto, realización y vida. Somos verdaderamente débiles visuales, no por
eufemismo sino en realidad: nuestra voluntad debilitada por el pecado ofusca la
verdad en nuestra inteligencia y escogemos lo que no nos conviene.
Solución:
gritarle, es decir, orar humildemente «Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,48).
Y gritar más cuanto más te increpen, te desanimen o te desanimes: «Muchos le
increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más…» (Mc 10,48). Gritar
que es también pedir: «Maestro, que vea» (cf. Mc 10,51). Solución: dar, como
él, un brinco en la fe, creer más allá de nuestras certezas, fiarse de quien
nos amó, nos creó, y vino a redimirnos y se quedó con nosotros, en la
Eucaristía.
El
Papa Juan Pablo II nos lo decía con su vida: sus largas horas de meditación
—tantas que su Secretario decía que oraba “demasiado”— nos dicen a las claras
que «el que ora cambia la historia».
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