Blog Católico de Javier Olivares-Baiona
Contemplar el Evangelio
de hoy
Evangelio de hoy
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Día litúrgico: Domingo
XVIII (C) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc
12,13-21): En aquel tiempo, uno de la gente le dijo: «Maestro, di a mi hermano
que reparta la herencia conmigo». Él le respondió: «¡Hombre!, ¿quién me ha
constituido juez o repartidor entre vosotros?». Y les dijo: «Mirad y guardaos
de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada
por sus bienes».
Les dijo una parábola:
«Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí,
diciendo: ‘¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?’. Y dijo: ‘Voy a
hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes y reuniré
allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes
en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea’. Pero Dios le
dijo: ‘¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que
preparaste, ¿para quién serán?’. Así es el que atesora riquezas para sí, y no
se enriquece en orden a Dios».
Comentario por el
Rev. D. Jordi PASCUAL i Bancells
(Salt, Girona, España)
«La vida de uno no está
asegurada por sus bienes»
Hoy, Jesús nos sitúa cara
a cara con aquello que es fundamental para nuestra vida cristiana, nuestra vida
de relación con Dios: hacerse rico delante de Él. Es decir, llenar nuestras
manos y nuestro corazón con todo tipo de bienes sobrenaturales, espirituales,
de gracia, y no de cosas materiales.
Por eso, a la luz del Evangelio
de hoy, nos podemos preguntar: ¿de qué llenamos nuestro corazón? El hombre de
la parábola lo tenía claro: «Descansa, come, bebe, banquetea» (Lc 12,19). Pero
esto no es lo que Dios espera de un buen hijo suyo. El Señor no ha puesto
nuestra felicidad en herencias, buenas comidas, coches último modelo,
vacaciones a los lugares más exóticos, fincas, el sofá, la cerveza o el dinero.
Todas estas cosas pueden ser buenas, pero en sí mismas no pueden saciar las
ansias de plenitud de nuestra alma, y, por tanto, hay que usarlas bien, como
medios que son.
Es la experiencia de san
Ignacio de Loyola, cuya celebración tenemos tan cercana. Así lo reconocía en su
propia autobiografía: «Cuando pensaba en cosas mundanas, se deleitaba, pero,
cuando, ya aburrido lo dejaba, se sentía triste y seco; en cambio, cuando pensaba
en las penitencias que observaba en los hombres santos, ahí sentía consuelo, no
solamente entonces, sino que incluso después se sentía contento y alegre».
También puede ser la experiencia de cada uno de nosotros.
Y es que las cosas
materiales, terrenales, son caducas y pasan; por contraste, las cosas
espirituales son eternas, inmortales, duran para siempre, y son las únicas que
pueden llenar nuestro corazón y dar sentido pleno a nuestra vida humana y
cristiana.
Jesús lo dice muy claro:
«¡Necio!» (Lc 12,20), así califica al que sólo tiene metas materiales,
terrenales, egoístas. Que en cualquier momento de nuestra existencia nos
podamos presentar ante Dios con las manos y el corazón llenos de esfuerzo por
buscar al Señor y aquello que a Él le gusta, que es lo único que nos llevará al
Cielo.
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