sábado, 18 de mayo de 2013

En busca de la fecundidad perdida

Blog Católico de Javier Olivares-Baiona
Un poco largo este artículo, pero vale la pena porque aclara la situación actual de muchas parejas. El P. Fernando Pascual es un experto en el tema. Por eso digo que vale la pena y lo pongo en nuestro blog, para información y formación de los lectores. Franja.
En busca de la fecundidad perdida
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)  
Es cada vez mayor el número de parejas que desean tener un hijo y no lo consiguen, que sufren enormemente a causa de la esterilidad.
¿Por qué no nacen hijos cuando unos esposos lo desean? Porque una serie de cambios de tipo cultural y económico, unidos a enfermedades más o menos serias y a problemas genéticos, han provocado un fuerte aumento en las tasas de esterilidad y de infertilidad.
Según algunos estudios, la esterilidad afectaría a un 15 ó 20% de los matrimonios en distintas partes del mundo. Pocos, sin embargo, se atreven a afrontar las causas profundas de este fenómeno, y menos a ofrecer ideas para solucionarlo.
Entre los factores que llevan a la pérdida de la fecundidad podemos destacar algunos de especial peso. El primero consiste en la escasa educación que se ofrece a los adolescentes y a los jóvenes sobre la belleza de la transmisión de la vida y sobre los comportamientos y situaciones que pueden dañar el buen funcionamiento del sistema reproductivo.
Es cierto que abundan programas de educación sexual, muchos de ellos basados en una información muy parcial y bastante manipulada. Su mensaje, en no pocos casos, se limita a decir a los chicos que disfruten de las experiencias sexuales con un poco de “prudencia”. Una prudencia que consiste en evitar el embarazo y en no contraer enfermedades de transmisión sexual (ETS).
Este tipo de programas, sin embargo, no ofrecen casi ninguna información sobre el sentido más profundo de la sexualidad humana, sobre su apertura a la vida, sobre las causas que pueden llevar a serios daños o incluso a la pérdida de la propia fecundidad, sobre la responsabilidad que debería acompañar a cada una de nuestras decisiones en este campo.
Resulta, por lo mismo, urgente realizar un fuerte cambio de orientación en muchos de esos programas. Para mejorarlos, habría que ayudar a los jóvenes a apreciar la riqueza de su fecundidad, a reconocer que tal riqueza se puede vivir plenamente y con serenidad sólo desde un amor sincero, desde el respeto a uno mismo y al otro, desde compromisos tan hermosos y tan gratificantes como los que se originan gracias a matrimonios maduros y estables (que existen, aunque algunos piensen que es algo casi utópico).
En relación con lo que acabamos de decir, también es sumamente importante informar a los adolescentes y jóvenes sobre aquellos comportamientos que pueden llevar a una fuerte disminución de la propia fecundidad.
En concreto, el varón puede perder su fecundidad si vive de modo promiscuo y con el peligro de contraer ETS e infecciones en sus órganos sexuales. O si usa pantalones demasiado apretados que llevan a elevar la temperatura de los testículos, lo cual puede dañar la maduración de los espermatozoides. La mujer pone también en peligro su fecundidad si adquiere ETS, si usa algunos métodos anticonceptivos, si llega a cometer uno o varios abortos. Las decisiones de hoy marcan, en no pocas ocasiones, el propio futuro y el de quien será el día del mañana el esposo o la esposa de cada joven.
El segundo factor consiste en el retraso de la edad para iniciar el matrimonio, con lo que es casi segura una menor fecundidad de pareja. Sabemos, en efecto, que la edad óptima (desde el punto de vista biológico) para conseguir un embarazo se sitúa entre los 20 y 24 años. En los años sucesivos, ciertamente, son posibles buenos niveles de fecundidad, pero ésta ha iniciado una parábola descendente. A partir de los 35 años se produce una fuerte disminución de posibilidades para iniciar el embarazo, hasta llegar a la edad (diferente para cada mujer) en la que la incapacidad de concebir es completa.
A pesar de estos datos biológicos, como dijimos, son cada vez más las parejas que retrasan el matrimonio y, dentro del matrimonio, las que posponen el momento de estar disponibles a concebir el primer hijo. En algunos países del así llamado “primer mundo”, millones de mujeres inician la búsqueda del primer embarazo hacia los 35 años, es decir, a una edad en la que la fecundidad inicia un descenso dramático.
Si son afortunadas y consiguen “pronto” el nacimiento del hijo, suelen esperar dos o tres años para volver a probar un segundo embarazo, es decir ya estando cerca de los 40 años, cuando las dificultades son cada vez mayores. No es de extrañar, por lo mismo, que haya países con tasas de fecundidad inferiores a 1,5 hijos por mujer, es decir, países condenadas a un fuerte calo demográfico en los próximos años.
Hay que recordar que también en países menos ricos, por presiones de diverso tipo y por los cambios sociales que se producen en todas partes, se está dando un fuerte descenso del número de hijos y un aumento del problema de la esterilidad.
Afrontar esta situación implicaría un cambio realmente revolucionario en muchos ámbitos sociales. Habría que promover un adelantamiento de la edad matrimonial y de la edad en la que se busque el embarazo. Para ello, se haría necesaria una mayor educación para conocer a fondo lo que es propio de la “ecología humana”.
La biología tiene un lenguaje que los hombres y las mujeres tenemos que descifrar y respetar. Es absurdo trabajar intensamente por conservar la biodiversidad del planeta, y omitir un conocimiento profundo y respetuoso sobre la riqueza del sistema reproductivo humano. Por lo mismo, una buena educación sobre las variaciones de los niveles de fecundidad según la edad y según los comportamientos será un paso importante para permitir el tomar opciones sobre la vida matrimonial respetuosas del lenguaje natural de nuestro cuerpo.
No basta, sin embargo, con conocer nuestra biología y con decidirse por adelantar la edad para contraer el matrimonio. El retraso del día de bodas es debido a una serie de factores que tienen un enorme peso para las parejas. El sistema educativo ocupa a los jóvenes de hoy muchos más años que en el pasado. Luego, resulta bastante difícil conquistar un puesto de trabajo estable y bien remunerado. Conseguir un piso para iniciar una nueva familia cuesta mucho y lleva, no pocas veces, a las parejas a buscar un doble trabajo, a pedir préstamos, a encontrarse con una situación económica llena de dificultades.
Lo anterior hace que casarse y permitir la llegada de un hijo sean vistos como algo “para después”, para cuando la situación sea más holgada y serena. Un después que, según vimos, va contra las leyes de la biología y provoca, en muchas parejas, un fuerte drama cuando se descubre que el hijo deseado no llega según los planes de los esposos.
Los gobiernos y los mismos ciudadanos deberían sentir la necesidad de cambiar esta situación drásticamente, de modo que se eliminen o al menos disminuyan notablemente aquellas presiones que impiden a muchos esposos iniciar la aventura de procrear y acoger a uno o varios hijos.
Los cambios, sin embargo, no deben limitarse sólo al ámbito socioeconómico. Aunque se ofrezcan toda una serie de facilidades para la adquisición del piso o para que los jóvenes puedan integrarse rápidamente en el mundo del trabajo, las tasas de fecundidad pueden mantenerse bajas porque el hijo puede ser visto con miedo, o por otros motivos de tipo cultural.
Al respecto, resulta indicativo encontrar parejas jóvenes con ingresos relativamente bajos que aceptan, con un sano optimismo, la llegada de nuevos hijos desde los primeros años de su vida matrimonial. Estas parejas, tristemente, son vistas por algunos como “irresponsables”, o son estigmatizadas de diversas maneras. En realidad, en muchos casos ofrecen un signo de esperanza en aquellas zonas del planeta donde el “invierno demográfico” amenaza con provocar fuertes crisis sociales. Con su generosidad muestran que la economía no es la última causa para explicar por qué hay esposos que tienen tan pocos hijos.
Muchos jóvenes de hoy serán, si no les ayudamos desde ahora, adultos estériles mañana. Quizá para ese momento buscarán ayuda en las técnicas de reproducción artificial, técnicas que son asequibles sólo a quienes tienen suficiente dinero para afrontar sus elevados costos; técnicas que en la mayoría de las ocasiones son éticamente incorrectas. A pesar de las técnicas, muchos esposos sufrirán al ver que no consiguen el deseado hijo, además de que habrán aceptado algunos métodos de fecundación claramente injustos (como, por ejemplo, cuando se permite la congelación o la destrucción de “embriones sobrantes”).
Lo más eficaz, y lo más ético, será el trabajo preventivo y la promoción de cambios económicos y culturales no fáciles de conquistar. Ir hoy contra las ideas dominantes en esta temática nos permitirá mañana recuperar ese optimismo y esa dicha que tantos millones de hombres y de mujeres han experimentado, experimentan y experimentarán cuando toman entre sus brazos a su hijo recién nacido. Cuando lo ven como un don que supera en mucho las capacidades de los padres, cuando sienten que ese niño llena de luz y de esperanza a un mundo hambriento de amor y de responsabilidad. También en el ámbito rico y magnífico de la procreación humana, donde los padres se convierten en colaboradores de Dios en la transmisión y cuidado de la vida de cada uno de sus hijos.


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