Blog Católico de Javier Olivares-Baiona
Contemplar el Evangelio de hoy
Día litúrgico: Viernes Santo
Santoral 25 de Marzo: La Anunciación del Señor
Texto del Evangelio (Jn 18,1—19,42): En aquel tiempo,
Jesús pasó con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un
huerto, en el que entraron él y sus discípulos. Pero también Judas, el que le
entregaba, conocía el sitio, porque Jesús se había reunido allí muchas veces
con sus discípulos. Judas, pues, llega allí con la cohorte y los guardias
enviados por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas.
Jesús, que sabía todo lo que le iba a suceder, se adelanta y les pregunta: «¿A
quién buscáis?». Le contestaron: «A Jesús el Nazareno». Díceles: «Yo soy».
Judas, el que le entregaba, estaba también con ellos. Cuando les dijo: «Yo
soy», retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó de nuevo: «¿A quién
buscáis?». Le contestaron: «A Jesús el Nazareno». Respondió Jesús: «Ya os he
dicho que yo soy; así que si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos». Así se
cumpliría lo que había dicho: «De los que me has dado, no he perdido a
ninguno». Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al
siervo del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba
Malco. Jesús dijo a Pedro: «Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado
el Padre, ¿no la voy a beber?».
Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos
prendieron a Jesús, le ataron y le llevaron primero a casa de Anás, pues era
suegro de Caifás, el Sumo Sacerdote de aquel año. Caifás era el que aconsejó a
los judíos que convenía que muriera un solo hombre por el pueblo. Seguían a
Jesús Simón Pedro y otro discípulo. Este discípulo era conocido del Sumo
Sacerdote y entró con Jesús en el atrio del Sumo Sacerdote, mientras Pedro se
quedaba fuera, junto a la puerta. Entonces salió el otro discípulo, el conocido
del Sumo Sacerdote, habló a la portera e hizo pasar a Pedro. La muchacha
portera dice a Pedro: «¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?».
Dice él: «No lo soy». Los siervos y los guardias tenían unas brasas encendidas
porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos
calentándose. El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su
doctrina. Jesús le respondió: «He hablado abiertamente ante todo el mundo; he
enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los
judíos, y no he hablado nada a ocultas. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los
que me han oído lo que les he hablado; ellos saben lo que he dicho». Apenas
dijo esto, uno de los guardias que allí estaba, dio una bofetada a Jesús,
diciendo: «¿Así contestas al Sumo Sacerdote?». Jesús le respondió: «Si he
hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me
pegas?». Anás entonces le envió atado al Sumo Sacerdote Caifás. Estaba allí
Simón Pedro calentándose y le dijeron: «¿No eres tú también de sus discípulos?».
El lo negó diciendo: «No lo soy». Uno de los siervos del Sumo Sacerdote,
pariente de aquel a quien Pedro había cortado la oreja, le dice: «¿No te vi yo
en el huerto con Él?». Pedro volvió a negar, y al instante cantó un gallo.
De la casa de Caifás llevan a Jesús al pretorio. Era de madrugada.
Ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder así comer la
Pascua. Salió entonces Pilato fuera donde ellos y dijo: «¿Qué acusación traéis
contra este hombre?». Ellos le respondieron: «Si éste no fuera un malhechor, no
te lo habríamos entregado». Pilato replicó: «Tomadle vosotros y juzgadle según
vuestra Ley». Los judíos replicaron: «Nosotros no podemos dar muerte a nadie».
Así se cumpliría lo que había dicho Jesús cuando indicó de qué muerte iba a morir.
Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo: «¿Eres tú
el Rey de los judíos?». Respondió Jesús: «¿Dices eso por tu cuenta, o es que
otros te lo han dicho de mí?». Pilato respondió: «¿Es que yo soy judío? Tu
pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?».
Respondió Jesús: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este
mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero
mi Reino no es de aquí». Entonces Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?».
Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto
he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la
verdad, escucha mi voz». Le dice Pilato: «¿Qué es la verdad?». Y, dicho esto, volvió
a salir donde los judíos y les dijo: «Yo no encuentro ningún delito en Él. Pero
es costumbre entre vosotros que os ponga en libertad a uno por la Pascua.
¿Queréis, pues, que os ponga en libertad al Rey de los judíos?». Ellos
volvieron a gritar diciendo: «¡A ése, no; a Barrabás!». Barrabás era un
salteador.
Pilato entonces tomó a Jesús y mandó azotarle. Los soldados
trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un
manto de púrpura; y, acercándose a Él, le decían: «Salve, Rey de los judíos». Y
le daban bofetadas. Volvió a salir Pilato y les dijo: «Mirad, os lo traigo
fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en Él». Salió entonces
Jesús fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Díceles
Pilato: «Aquí tenéis al hombre». Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los
guardias, gritaron: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Les dice Pilato: «Tomadlo
vosotros y crucificadle, porque yo ningún delito encuentro en Él». Los judíos
le replicaron: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se
tiene por Hijo de Dios». Cuando oyó Pilato estas palabras, se atemorizó aún
más. Volvió a entrar en el pretorio y dijo a Jesús: «¿De dónde eres tú?». Pero
Jesús no le dio respuesta. Dícele Pilato: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que
tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?». Respondió Jesús: «No
tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba; por eso,
el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado». Desde entonces Pilato trataba
de librarle. Pero los judíos gritaron: «Si sueltas a ése, no eres amigo del
César; todo el que se hace rey se enfrenta al César». Al oír Pilato estas
palabras, hizo salir a Jesús y se sentó en el tribunal, en el lugar llamado
Enlosado, en hebreo Gabbatá. Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia
la hora sexta. Dice Pilato a los judíos: «Aquí tenéis a vuestro Rey». Ellos
gritaron: «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!». Les dice Pilato: «¿A vuestro Rey voy
a crucificar?». Replicaron los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el
César». Entonces se lo entregó para que fuera crucificado.
Tomaron, pues, a Jesús, y Él cargando con su cruz, salió hacia el
lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí le crucificaron
y con Él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio. Pilato redactó también
una inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito era: «Jesús el Nazareno, el
Rey de los judíos». Esta inscripción la leyeron muchos judíos, porque el lugar
donde había sido crucificado Jesús estaba cerca de la ciudad; y estaba escrita
en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato:
«No escribas: ‘El Rey de los judíos’, sino: ‘Éste ha dicho: Yo soy Rey de los
judíos’». Pilato respondió: «Lo que he escrito, lo he escrito». Los soldados,
después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, con los que hicieron
cuatro lotes, un lote para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin
costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Por eso se dijeron: «No la
rompamos; sino echemos a suertes a ver a quién le toca». Para que se cumpliera
la Escritura: «Se han repartido mis vestidos, han echado a suertes mi túnica».
Y esto es lo que hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su
madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su
madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu
madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para
que se cumpliera la Escritura, dice: «Tengo sed». Había allí una vasija llena
de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se
la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: «Todo está
cumplido». E inclinando la cabeza entregó el espíritu.
Los judíos, como era el día de la Preparación, para que no quedasen
los cuerpos en la cruz el sábado —porque aquel sábado era muy solemne— rogaron
a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran. Fueron, pues, los
soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con Él.
Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas,
sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante
salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él
sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió
para que se cumpliera la Escritura: «No se le quebrará hueso alguno». Y también
otra Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron».
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús,
aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para
retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su
cuerpo. Fue también Nicodemo —aquel que anteriormente había ido a verle de
noche— con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras. Tomaron el cuerpo de
Jesús y lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía
de sepultar. En el lugar donde había sido crucificado había un huerto, y en el
huerto un sepulcro nuevo, en el que nadie todavía había sido depositado. Allí,
pues, porque era el día de la Preparación de los judíos y el sepulcro estaba
cerca, pusieron a Jesús.
Comentario: Rev. D. Francesc CATARINEU i Vilageliu (Sabadell,
Barcelona, España)
«Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo:
‘Todo está cumplido’. E inclinando la cabeza
entregó el espíritu»
Hoy celebramos el primer día del Triduo Pascual. Por tanto, es
el día de la Cruz victoriosa, desde donde Jesús nos dejó lo mejor de Él mismo:
María como madre, el perdón —también de sus verdugos— y la confianza total en
Dios Padre.
Lo hemos escuchado en la lectura de la Pasión que nos transmite
el testimonio de san Juan, presente en el Calvario con María, la Madre del
Señor y las mujeres. Es un relato rico en simbología, donde cada pequeño
detalle tiene sentido. Pero también el silencio y la austeridad de la Iglesia,
hoy, nos ayudan a vivir en un clima de oración, bien atentos al don que
celebramos.
Ante este gran misterio, somos llamados —primero de todo— a ver.
La fe cristiana no es la relación reverencial hacia un Dios lejano y abstracto
que desconocemos, sino la adhesión a una Persona, verdadero hombre como
nosotros y, a la vez, verdadero Dios. El “Invisible” se ha hecho carne de
nuestra carne, y ha asumido el ser hombre hasta la muerte y una muerte de cruz.
Pero fue una muerte aceptada como rescate por todos, muerte redentora, muerte
que nos da vida. Aquellos que estaban ahí y lo vieron, nos transmitieron los
hechos y, al mismo tiempo, nos descubren el sentido de aquella muerte.
Ante esto, nos sentimos agradecidos y admirados. Conocemos el
precio del amor: «Nadie tiene mayor amor que el de dar la vida por sus amigos»
(Jn 15,13). La oración cristiana no es solamente pedir, sino —antes de nada—
admirar agradecidos.
Jesús, para nosotros, es modelo que hay que imitar, es decir,
reproducir en nosotros sus actitudes. Hemos de ser personas que aman hasta
darnos y que confiamos en el Padre en toda adversidad.
Esto contrasta con la atmósfera indiferente de nuestra sociedad;
por eso, nuestro testimonio tiene que ser más valiente que nunca, ya que el don
es para todos. Como dice Melitón de Sardes, «Él nos ha hecho pasar de la
esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. Él
es la Pascua de nuestra salvación».
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