Blog Católico de Javier Olivares-Baiona
Santo
Domingo Savio
«Dechado
de inocencia evangélica»
Isabel
Orellana Vilches | 08/03/16
Santo
Domingo Savio
Modelo
para la infancia y la adolescencia, este dechado de inocencia evangélica nació
en Riva de Chieri, Italia, el 2 de abril de 1842. Al año siguiente toda la
familia se trasladó a las colinas de Murialdo.
El día de su primera comunión,
realizada en Castelnuovo en 1849, arrodillado ante el altar se propuso:
1. Me
confesaré muy a menudo y recibiré la Sagrada Comunión siempre que el confesor
me lo permita.
2. Quiero santificar los días de fiesta.
3. Mis amigos serán
Jesús y María.
4. Antes morir que pecar». Resumen su vida.
En
1854 conoció a Don Bosco, su guía y rector hacia el camino de la santidad. Fue
con él a Turín integrándose en el Oratorio. En el dintel de la puerta de su
cuarto el fundador había colgado esta consigna: «¡Denme almas, y llévense lo demás!».
Después de leerlo, Domingo le dijo: «Don Bosco, aquí se trata de un negocio, la
salvación de las almas. Pues bien, yo seré la tela y usted será el sastre. Haga
de mí un hermoso traje para el Señor». Sabía que estaba en el lugar en el que
cumpliría su más ferviente anhelo: «¡Yo quiero hacerme santo!», aunque su
camino hacia los altares había comenzado ya con una presencia de Dios constante
en su mente y actos cotidianos de amor.
No
consentía comer sí no se rezaba antes. Era el primero en acudir a la iglesia
los domingos. Y si hallaba el templo cerrado, rezaba en el umbral, hincado de
rodillas al margen de las crudas inclemencias meteorológicas que pudieran
darse. Disfrutaba siendo monaguillo y todos podían advertir su fervor ante al
Santísimo; los gestos delataban su estado de recogimiento, con las manos juntas
y los ojos clavados en el sagrario. Con espíritu de sacrificio recorría todos
los días 18 km. a pie para ir a la escuela. Hasta su tío, impresionado, le
preguntó: «¿No tienes miedo de ir solo?». Rotundo y cabal, respondió: «Yo no
estoy solo; me acompaña el Ángel de la Guarda». Sufría con solo pensar en una
eventual ofensa a Cristo, y no podía contener sus lágrimas. Buscando siempre lo
más perfecto, y arrepentido de haber hecho novillos en una ocasión incitado por
sus amigos, buscó la amistad de Jesús y de María.
En
Turín, llevado por su gran devoción a María, junto a un grupo de compañeros
fundó la Compañía de la Inmaculada y todos se comprometieron a ayudar a Don
Bosco para educar a los muchachos del Oratorio. Esos chavales a quienes este
fundador se dirigía, diciéndoles: «A vosotros, santos…» eran de diversa índole
y procedencia: ricos y pobres, más pacíficos y extremadamente violentos. Mucho
le sirvió a Domingo su arte para narrar cuentos. Don Bosco se dio cuenta de que
el joven era especial. Así lo describió: «Domingo no se ha hecho notorio en los
primeros tiempos del Oratorio por cosa alguna, fuera de su perfecta docilidad y
de una exacta observancia de las reglas de la casa… y una exactitud en el
cumplimiento de sus deberes más allá de la cual no sería fácil llegar».
Sin
embargo, no era perfecto, claro está; nadie lo es. Y en su particular
itinerario hacia la santidad, de la mano del fundador aprendió a templar alguna
que otra salida de tono, inducido por actitudes molestas de algunos compañeros.
También consiguió remontar esos picos emocionales a los que tendía llevado por
su temperamento melancólico. No queriendo sucumbir ante él, porque le impedía
escuchar la voz de Dios, se fue fortaleciendo siendo fiel a las pequeñas cosas
de cada día como le había enseñado Don Bosco.
Fue
un apóstol incansable dentro y fuera del Oratorio. El fundador reconocía que el
pequeño «llevaba más almas al confesionario con sus recreos que los
predicadores con sus sermones». Su bellísima voz, aplaudida por quienes la
escuchaban, le creó cierto desasosiego cuando alabaron sus cualidades vocales
tan excepcionales. Los parabienes desataron en él gran emoción porque había
experimentado interiormente un sentimiento a favor del halago: «Mientras
cantaba, sentía cierta complacencia; ahora me felicitan…; así pierdo todo el
mérito».
Un
día se quedó absorto ante la Eucaristía durante siete horas. Después de
buscarlo afanosamente por todos los lugares, Don Bosco lo halló ante el
sagrario, y Domingo le pidió perdón por haber transgredido las reglas. Le
horrorizaba el pecado, sobre todo el de impureza. La Virgen le alumbró
rescatándole de las malsanas curiosidades de esas edades de la adolescencia
contra las que luchaba titánicamente consagrándose a la Inmaculada.
Algunos
años después de morir, cuando se apareció a Don Bosco en uno de sus famosos
sueños, le preguntó: «Domingo, ¿qué es lo que más te consoló en el momento de
tu muerte?». Y él respondió: «La asistencia de la poderosa y amable Madre del
Salvador». Era firme y dulce a la par. Sentía dolorosas turbaciones y dudas de
conciencia que le instaban a confesarse cada tres o cuatro días. Su ansia
penitencial era insaciable porque quería unirse a los sufrimientos de Jesús en
la cruz.
Juan
Bosco le ayudó en esa etapa convulsa de la vida, y no tuvo problemas en
encauzarlo porque en Domingo eran proverbiales su obediencia, docilidad y
generosidad.
En la biografía que escribió de él, el fundador expuso los matices
de un camino que hicieron de este joven el santo que es. Se percibe cómo llegó
a realizar este anhelo: «Yo quiero entregarme todo al Señor. Yo debo y quiero
pertenecer todo al Señor». Caritativo, humilde, devoto de Jesús Sacramentado y
de María, experimentaba también un gran amor por el Santo Padre. Fue agraciado
con numerosos favores místicos.
Era de salud delicada, y en 1857 ésta se agravó
con una pulmonía. El médico aconsejó que viajara a Mondonio para reponerse. Al
despedirse, intuyendo su pronta muerte se dirigió a Don Bosco y a sus
compañeros diciéndoles: «Nos veremos en el paraíso». Y el 9 de marzo de ese año
voló al cielo después de haber recitado las oraciones que se leían a los
agonizantes, y que su padre rezaba. Sus últimas palabras fueron: «Papá, ya es
hora […]. Adiós, querido papá, adiós. ¡Oh, qué hermosas cosas veo!».
Pío XII lo
beatificó el 5 de marzo de 1950, y también lo canonizó el 12 de junio de 1954.
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